lunes, 2 de noviembre de 2009

Opinión partida

Sondeo del Instituto Noxa para La Vanguardia:

La mayoría aprueba la consulta independentista pero votaría en contra

Un 53% respalda la celebración de consultas, frente a un 39% que la rechaza  |  Un 35% de los catalanes votaría a favor de la secesión, y un 46%, en contra  |  Casi el 70% de los consultados considera negativas las declaraciones políticas de Laporta

El problema es el de siempre, en casi todos los ámbitos de la política: ¿cómo se puede gestionar una opinión pública tajada prácticamente en dos sectores irreconciliables, aunque haya mayoría de uno de ellos? En el caso de Cataluña, ¿cómo se puede imponer nada menos que a 37 de cada cien personas lo que nada menos que 46 de cada cien personas consideran bueno? Añádase a la situación una variante incontrolable: 17 de cada cien personas no saben/no contestan, pero, bien manejadas por la propaganda, pueden saber y contestar en cualquier momento, mandando al derrumbadero todos los pronósticos.

Peor aún es la situación a escala nacional, y no solo en España, sino en casi todos los países occidentales: la mitad más uno piensa rojo y la mitad menos uno piensa azul (o viceversa, según las modas políticas, por la acción del grupo indeciso). En otros países es menor el grado de radicalización y las partes opuestas conviven con mayor comodidad que en España, aunque nunca tan fácilmente como antaño, cuando las creencias religiosas forzaban implacablemente la unanimidad. Aquí, las posturas son incompatibles en demasiados aspectos, sobre todo en lo tocante a la moral y las buenas costumbres, es decir a lo que un 25% (calculo yo) del 50% de las derechas considera pecado.

No sé cómo arreglaremos esto en el futuro, pero no es previsible (¡ni deseable!) que las sociedades occidentales vuelvan pronto a ser homogéneas y, por tanto, estamos obligados al pacto. No sé qué pacto puede haber, por ejemplo, entre permitir el aborto en determinadas circunstancias y prohibir el aborto en todas las circunstancias, pero habrá que encontrarlo.

Y, conste, con todos los riesgos políticos que ello implica, que estoy de acuerdo con los catalanes: hay que preguntarles qué quieren. De hecho, yo se lo preguntaría a todos los españoles, de Almería a A Coruña y de Cádiz a Girona*:

Vamos a ver, cariños míos, ¿en serio queréis ser españoles? Porque, si no queréis, liquidamos este enojoso asunto, hacemos unas buenas taifas, les ponemos unos nombres bonitos, llenamos la piel de toro de fronteras y a gozar de la fiesta, cada cual donde le toque (avisadme con tiempo, para mudarme a Andalucía, lejos de toda Esperanza).

Lo que pasa es que muchísimos sí queremos ser españoles, y lo disimulamos demasiado y permitimos que solo expresen su españolidad los salvapatrias. 

* Obsérvese que respeto la toponimia oficial, única autorizada y válida, hoy por hoy, aunque a mí me parezca incongruente. (En un sentido, al menos: en Castilla hay que escribir Girona, y casi todo el mundo lo hace; en Cataluña y en catalán, por la misma norma general, habría que escribir Zaragoza, pero casi nadie lo hace. Saragossa es la denominación catalana de la antigua capital del reino de Aragón y, en tal sentido, nadie puede discutirle validez; pero es que tampoco se puede discutir la validez de Gerona o Lérida cuando hablamos castellano… Ahora, se trata de aplicar un nuevo pacto, porque el que procedemos a considerar oficiales y únicos los nombres tal como se escriben y dicen en sus comunidades respectivas: Ourense, Hondarribia, Lleida, sí; pero también Zaragoza y Cádiz. En todas las lenguas españolas. Renota: entiendo que el vascuence no tiene hache y, por tanto, Hondarribia debería ser Ondarribia. Pero miren aquí. No sé.

martes, 20 de octubre de 2009

lunes, 19 de octubre de 2009

Materia

Traduzco entera la entrada MATIÈRE del Libro Gordo del Gabacho:

El arte es una producción del espíritu humano. ¿Hay algo que no lo sea? Un sillón es una producción del espíritu humano, porque ha sido concebido en la imaginación antes que por la mano. Un homicidio es una producción del espíritu humano. (Un nacimiento, menos, ya que es consecuencia del acto menos pensado que existe.) ¿Quién va a estar en contra del espíritu? Pero el caso es que puede ser asqueroso, el espíritu. Él concibió la shoah, el gulag, el sadomasoquismo (la sexualidad incuba tesoros de cerebralidad). En cuanto a la materia, la pobre materia abucheada por su vulgaridad, se las apaña para mantener la vida. Por otra parte, el aberrante orgullo del espíritu y sus asquerosos chapoteos en el lodo de la imaginación impiden que la materia se estanque. El arte es una producción del espíritu que se convierte en materia. Así, claro está, la escultura. Un poema, una novela, un ensayo, tampoco dejan de ser una modalidad de materia. Una vez completada, la obra literaria se cierra, se hace dura, inmutable, y, en tal sentido, material: material inmaterial. Por no decir que un libro es un objeto muy tangible, con su papel y su cubierta. De ahí que, según no pocos escritores, un libro no exista realmente mientras no está impreso. El talento está en un manuscrito de Baudelaire, pero es porque Baudelaire espera verlo impreso. Es menester que el pensamiento literario quede fijado por la impresión para que pueda comunicarse. No es tanto cuestión de difusión ni de perennidad como de existencia. La impresión es el último estadio de la creación. Homero no llegó a ser un gran poeta mientras no estuvo impreso, siglos después de su muerte. Hasta entonces, sus cantos se recitaban en público, y no se le respetaba más que a cualquier animador de giras playeras de la Radio Televisión de Luxemburgo.

Al contrario de las prácticas materialistas, que son muy ideales, el arte, práctica espiritual, se hace materia. Esta materia, este pensamiento capturado, inerte, no por ello es menos espiritual. Encerrada en un libro, pongamos, como Cenicienta, basta que un lector la mire para que se ponga de nuevo a emitir pensamiento. Bien se observa en las naturalezas muertas de Morandi que la materia se reconvierte en espíritu cuando la miran. Gracias a los espectadores reflexivos, como lo fue antes gracias al pintor.

Suponiendo que Dantzig tenga razón (y creo que sí, que alguna tiene), ¿cómo vamos a hacer para adaptarnos a la novedad que en este campo nos supone el libro electrónico o, por no llamarlo de un modo restrictivo, el libro sin soporte físico y, por tanto, sin impresión? Hasta ahora, en efecto, solo existen las obras impresas. El inédito, aunque lo lean cientos de personas, es obra en potencia, obra que puede ser obra, pero no lo es. Su inexistencia, sin embargo, quizá no se deba a lo que afirma Dantzig, a la falta de impresión, sino al hecho de no ser elegible, de no estar a disposición del lector. La edición sin soporte físico pondrá al alcance del lector, sin dependencia de la imprenta, millones de libros que ya estaban escritos, pero que nadie o casi nadie podía leer. El formato es lo de menos. Los textos del Proyecto Gutenberg llevan años colgados en internet, pero casi todos ellos disponen de edición impresa. Muchos de los textos nuevos, en cambio, pasarán directamente a un formato electrónico sin base física, cuya concreción (en una pantalla, no en papel) depende del lector. (Quedará claro, supongo, que no estoy hablando de la simple oferta en su modalidad electrónica de un libro ya impreso: eso es una pura cuestión de márquetin, quizá de gran impacto cultural, pero que no implica revolución alguna. Me refiero a la creciente cantidad de textos que ya no pueden imprimirse, porque los umbrales de rentabilidad de las editores son cada vez más altos. En este momento —hoy— pocos de los grandes y aclamadísimos autores de la literatura moderna recibirían el níhil obstat financiero de las empresas que publican libros. Joyce no encontraría editor para su Ulises (no digamos para su Finnegans Wake) . Proust tendría que reconvertir su tiempo perdido en una fábrica de magdalenas y picatostes. Cortázar habría muerto tan joven como inédito. Etcétera. Casi todos los grandes autores tienen una circunstancia en común: sus libros no son éxitos previsibles y tardan años en arrancar, en dar dinero. Este largo plazo, hoy, se considera inadmisible, porque el capital quiere réditos inmediatos. Luego, los costes estructurales de las editoriales han subido de tal modo, que casi ninguna de las grandes puede publicar ningún título cuya venta previsible baje de los cinco o seis mil ejemplares: cantidad que en España, salvo raras sorpresas, no está al alcance de ningún libro literario. Créanme: hay muchos escritores conocidos, prestigiosos, bien valorados por la crítica, incluso con premios en el currículo, que no encuentran editor para su última obra, porque no se les supone suficiente capacidad de venta. Algunas de las gruesas editoriales —pocas— cubren un cupo de «buena literatura», pero no suele pasar de dos o tres obras al año. Lo demás… Lo demás queda al arbitrio de las editoriales menos grandes, las que se pueden permitir tiradas de dos mil ejemplares o menos, porque no padecen de unos gastos estructurales tan tremendos ni necesitan invertir tantísimo en publicidad y promoción, porque suelen tener una cohorte de lectores que confían en ellas (ejemplo indiscutible: Anagrama). Pero, claro, estas editoriales no pueden publicar demasiados libros al año, y buena parte de lo que producen los escritores de lengua española se queda en el limbo de la inedición. Los repositorios virtuales anularán esta pésima pesadilla.

Limbo al que pasan muy rápidamente, además, por otra parte, las obras ya publicadas. Para explica este lado del problema, quizá el más grave, no me hace falta buscar ejemplos fuera de casa: mi novela El año que viene en Tánger vendió en 1998 cerca de 20.000 ejemplares (una cantidad enorme, para semejante libro) en tres ediciones. Desde dentro de Mondadori, Debate no ha considerado oportuno reeditarla, sin embargo, ni siquiera en formato de Bolsillo, y ahora mismo es una obra inexistente, que solo puede encontrarse en librerías de viejo, a precio casi siempre muy alto. Lo mismo ocurre, por supuesto, con otros dos libros míos de menor éxito: El corazón antiguo, La memoria de los peces, ambos descatalogados. De mi obra narrativa, solo sigue en catálogo El  último negro, que data del ya lejano año de 2005 pero que, quizá por ser Premio Quiñones, Alianza mantiene viva… En cuanto a la poesía, tres cuartos de lo mismo. Siguen vivos los títulos publicados en Hiperión (aunque no se distribuyen, lógicamente, porque ninguna librería los pide), pero han muerto de muerte rápida tanto Eres (Premio Miguel Labordeta, Plaza & Janés, 1989) como mi libro favorito, Teoría de la sorpresa (Ediciones Libertarias, 1992).

Todos estos cadáveres míos —junto con otros muchísimos, obra de cientos o miles de escritores que se hallan en la misma situación— podrían recuperar presencia en los repositorios de libros virtuales. En este aspecto sí que cabe hablar de revolución, pero semejante disponibilidad de lo no rentable no se había producido antes en la historia de la literatura (o solo se había producido, casi ejemplar por ejemplar, en las bibliotecas).

Y, como habrá percibido el astuto lector, ni siquiera rozo aquí otros problemas secundarios y hermosos de resolver: de organización, de acceso, de clasificación, de orientación, incluso de promoción (porque de nada vale tener un libro colgado en la Red si nadie se entera). Es labor para los años venideros.

Mientras, lo único que podemos hacer lo más viejos es alborozarnos ante esta paradójica posibilidad de que lo inmaterial adquiera materia en lo virtual, para darle gusto a Monsieur Dantzig. Y anunciar la inminencia, como profetas dichosos y contentos.

viernes, 16 de octubre de 2009

Google Wave

Recibo una invitación a Google Wave. Entro, me instalo, pincho por aquí, pincho por allá, trato de imaginar para qué puede servirme, supongo que dentro de nada estará todo el mundo utilizándolo, pero, la verdad, no le veo el punto, ni tengo ganas de ponerme a buscárselo. Esperaremos, a ver qué hacen los demás. A uno le pasa lo mismo que a Rajoy: ya no está para liderazgos ni pionerías, si alguna vez lo estuvo. 

viernes, 9 de octubre de 2009

Hipacia

Hace más de veinte años, casi treinta, hojeando la Enciclopedia Británica —como entonces solía, por docta diversión, antes de que internet se cargara los libros de consulta y referencia—, descubrí a Hipacia*. Me pareció un personaje de calado mítico, que pedía a voces una novela prodigiosa, y que esa novela tenía que escribirla yo. Entonces me puse a buscar datos sobre ella, a ratos sueltos, sin mucha continuidad ni mucha suerte. Cuando llegó la Red fue cuando de veras empecé a amontonar bibliografía y referencias. Ahí siguen, en mi disco duro, porque he ido trasladándolas de computadora en computadora a lo largo del tiempo: un carpetón de muchas páginas e imágenes.

Es una de las diez o doce novelas de gran argumento que siempre quise escribir, equivocándome, porque mi talento, si alguno tengo, no es el de narrador de grandes historias, y quizá también, en el caso de Hipacia, porque esa pobre muchacha me suscitaba una especie de espanto reverencial: su muerte atroz la incorporaba al elenco de las diosas más humanas y respetables; su condición de mártir del paganismo a manos de las bestias cristianas la convertían en un modelo imposible de la historia que yo habría preferido a la real (es decir: una historia en la que Juliano el Apóstata se sale con la suya y nunca hay Edicto de Nicea, y no brota la Iglesia, y ahora seguimos tan felices con nuestro Júpiter y nuestra Venus, en los que no creemos, claro está, pero que no nos molestan y hasta nos vienen bien para impostar los juramentos y robustecer las metáforas; una historia, además, en la que don Rodrigo derrota a los expedicionarios árabes en Guadalete y luego los persigue hasta La Meca, y tampoco hay Islam: una historia en que los judíos han ido olvidándose de sus macabras invenciones, por la cuenta que les trae, y están suavemente integrados en los pueblos de Europa; una historia como Dios no manda).

Acabé utilizando a Hipacia para que un personaje —Adriano Vágulo— de una novela que sí escribí —Él último negro (Alianza, 2005)se la regalara a la protagonista, Ihintza ven Leuven Arrigorriaga. Perdónenme la larga cita, impropia de un librillo de apuntes como este:

«Ihintza mantenía a Adriano en estado de celo, procurando, así —supongo yo—, garantizarse la continuidad de su socorro literario. Tras el moderado éxito de la novela, la gran escritora había recibido tres o cuatro ofertas de colaboración en publicaciones periódicas, y, claro, alguien tenía que repasarle los artículos, cuando no escribírselos directamente. Estaba, además, la cuestión de su próxima novela, porque no era ella de las que se duermen en los laureles —y menos siendo tan poco mullidos, los suyos— y se consideraba en la ineludible obligación de salir casi en seguida con un nuevo libro. Tenía ya elegido el tema y rigurosamente previstos los factores técnicos. Iba a escribir una novela sobre Hipacia, la matemática y filósofa neoplatónica —joven, bella, inteligentísima, paganísima— que presidió la escuela de Alejandría en un momento del siglo IV; a quien descuartizó una muchedumbre de monjes cristianos (acusándola, sobre todo, de estar liada con Orestes, prefecto de Roma, aunque ya comprenden ustedes que los verdaderos motivos eran muy otros, dada la condición pagana de la ilustre señora y el fanatismo religioso que los cristianos podían permitirse en aquella época, y en otras muchas, como quien dice hasta ayer por la mañana, y crucemos los dedos). “Resérvate el derecho a pensar”, dicen que le aconsejaba a Hipacia su padre, el no menos filósofo Teón, “porque incluso pensar erróneamente es mejor que no pensar en absoluto”. Y diz que ella decía : “Las fábulas han de enseñarse como tales fábulas, los mitos como tales mitos y los milagros como fantasías poéticas. Enseñar las supersticiones dándolas por verdad es un acto terrible. La mente del niño las acepta, y cree en ellas, y luego tendrá que invertir largos y penosos años, pasando quizá por momentos trágicos, para desembarazarse de ellas. De hecho, los hombres estarán tan dispuestos a luchar por la superstición como por una verdad viviente —más dispuestos incluso, a veces, porque la superstición es algo intangible, que no puede rebatirse, y la verdad, en cambio, siendo un punto de vista, puede cambiar”. Y : “Tener, para gobernar, aherrojadas las mentes de los ciudadanos, imbuyéndoles el miedo al castigo en el otro mundo, es tan miserable como gobernar por la fuerza”. Figúrense lo que pudo ocurrir:

A la mañana siguiente, cuando apareció Hipacia delante de su residencia, en carruaje, surgieron de súbito quinientos hombres, todos ellos de negro, encapuchados; quinientos monjes famélicos de las arenas del desierto egipcio; quinientos monjes, soldados de la cruz, como negro huracán, se lanzaron calle abajo, abordaron el carruaje y, arrancándola de su asiento, arrastraron a Hipacia por los cabellos hasta —¿diré la palabra?—, ¡hasta una iglesia! Ciertos historiadores nos dan a entender que los monjes le exigieron que besara la cruz, se hiciera cristiana y se recluyese en un convento, si deseaba salvar la vida. Comoquiera que fuese, el hecho es que estos monjes, acaudillados por san Cirilo, manderecha de Pedro el Lector, vergonzosamente la desnudaron y allí mismo, junto al altar, fueron arrancándole de los huesos la estremecida carne, utilizando conchas de ostra por herramienta. El mármol del suelo se cubrió de manchas de sangre caliente, que también alcanzaron el altar y la cruz, por la violencia con que le arrancaron los miembros. […] El cuerpo mutilado en el que los homicidas acababan de festejar su odio fue luego arrojado a las llamas.

The Martyrdom of Hypatia (or The Death of the Classical World), by Mangasar Magurditch Mangasarian. A speech given before the Independent Religious Society at the Majestic Theater in Chicago. (Traducción de Adriano Vágulo.)

Adriano llevaba años midiéndose las fuerzas literarias, a ver si le crecían lo suficiente como para embarcarse en semejante tema, tan enramado, tan propenso al odio o a su expresión más brutal por parte del escritor, tan rico en posibles meditaciones sobre la condición de la mujer y su bestial rebaja por acción de la misoginia cristiana, tan fácil de convertir, además, en una apasionada crónica de amor con las irisaciones de color corazón imprescindibles en casi todo libro que busque vender más de 1.200 ejemplares. Pero… Una amiga suya se lo dijo una tarde : «A ti lo que te pasa es que tienes una sobredosis de Ihintza van Leuven». Era cierto. Le regaló a Ihintza toda la bibliografía y todas las referencias sobre Hipacia que tanto esfuerzo le había costado reunir. Le regaló el tema. Le confirmó, incluso, que seguiría ayudándola, que también apoyaría desde muy cerca la redacción de su segunda novela.

Ella aceptó con su habitual encanto, expresando el más sincero y casi lacrimoso agradecimiento, con el blanco de los ojos enrojecido de emoción y el amarillo mágico del iris más flamígero y más denso que nunca antes…»

Lo dicho: un personaje con el que no habría podido, con el que nadie ha podido hasta ahora, que yo sepa. Tampoco Amenábar, con esa Hipacia monjuna y casta que ha considerado imprescindible para justificar su defensa de la ciencia. La idea es de una necedad casi eclesiástica: vine a decirnos que si nos echamos al sexo ya no seremos hombres racionales y científicos, sino brutos religiosos colgados del pecado original. Venga allá, señor mío.

*Escribo Hipacia, y no Hypatia, como hace Amenábar, porque así se ha transliterado siempre al español su nombre (véase, por ejemplo, Octavio Paz).

Obama

La Academia Sueca se acaba de otorgar el Premio Obama de Promoción Internacional. Se la pisan, la jeta.

Y lo de Hertha Müller… Supongo que en España solo la conocían en el reducido círculo de los hombres de letras germanófilos (cuyo principal adalid sigue siendo, creo yo, don Miguel Sáenz). A mí me hablaron de ella en el Festival de Poesía de Lovaina, en 1990, cuando tuvimos allí un encuentro con la poesía de detrás del recién caído telón de acero; aunque no llegué a leerla. Será, seguramente, una estupenda escritora, pero sospecho que el mundo está llenito de estupendos escritores de su nivel, con antecedentes políticos parecidos. No veo, además, qué merito literario tiene haber estado en contra de la dictadura de Ceaucescu y haberse desterrado al Berlín occidental.

Mientras, hay varios escritores enormes —al menos para nuestra época, tan hostil a las Letras— que se están quedando sin premio. Philip Roth, entre otros. De hecho, una de las grandes desatenciones de la Academia Sueca en su reparto del Nobel de Literatura es precisamente la novela norteamericana. Ya verás ustedes, quienes vivan lo suficiente, cómo DeLillo y Pynchon, por nombrar a dos, también se quedan sin la Gloria Escandinava.

Claro que qué más da.

sábado, 3 de octubre de 2009

Acto de gozo

Hablando de  Tánger, repito una nota que publiqué en el antiguo blog el 31 de octubre de 2008. No quiero que se me olvide aquel pequeño acto de gozo (fue unas semanas antes, cuando estuvimos en mi ciudad por invitación del Festival de Cine de Málaga):

Íbamos por la acera izquierda del Boulevard Pasteur, mirando la bahía y —al fondo del Estrecho— los arenales de Tarifa, cogidos del brazo o (dicho con mayor exactitud, apoyado yo en el brazo de Angelika, para alivio de mi cojera), cuando aquella mujer se acercó. Nos vio de lejos, viniendo de frente, abrió la sonrisa de oreja a oreja y se desvió en diagonal a nuestro encuentro. Chilaba gris, pañuelo blanco, babuchas oscuras; cara descubierta. Es tal su expresión de felicidad, que el cerebro se me vaporiza en breves delirios: «¿Es Rqía? ¿Es la hija de Rqía?». ¿Cuántos años llevará muerta Rqía y cómo iba a reconocerme su hija, casi medio siglo después, con la ancianidad triunfante y, para colmo, ese disfraz de treinta kilos que llevo puesto? Nos mira con dulzura, a Angelika, a mí, a mí, a Angelika. Le sacamos más de una cabeza. Extiende la mano, sin tocarnos:
—L’amour —nos dice, y nos abarca con el gesto. Solo acertamos a contestarle:
—Oui, l’amour. Oui.
—L’amour —casi canta de nuevo—. L’amour.
Y sigue su camino, habiéndonos dejado benditos por su palabra.

Tánger, maldito Tánger, siempre con sus milagros. Ciudad tramposa.