viernes, 9 de octubre de 2009

Hipacia

Hace más de veinte años, casi treinta, hojeando la Enciclopedia Británica —como entonces solía, por docta diversión, antes de que internet se cargara los libros de consulta y referencia—, descubrí a Hipacia*. Me pareció un personaje de calado mítico, que pedía a voces una novela prodigiosa, y que esa novela tenía que escribirla yo. Entonces me puse a buscar datos sobre ella, a ratos sueltos, sin mucha continuidad ni mucha suerte. Cuando llegó la Red fue cuando de veras empecé a amontonar bibliografía y referencias. Ahí siguen, en mi disco duro, porque he ido trasladándolas de computadora en computadora a lo largo del tiempo: un carpetón de muchas páginas e imágenes.

Es una de las diez o doce novelas de gran argumento que siempre quise escribir, equivocándome, porque mi talento, si alguno tengo, no es el de narrador de grandes historias, y quizá también, en el caso de Hipacia, porque esa pobre muchacha me suscitaba una especie de espanto reverencial: su muerte atroz la incorporaba al elenco de las diosas más humanas y respetables; su condición de mártir del paganismo a manos de las bestias cristianas la convertían en un modelo imposible de la historia que yo habría preferido a la real (es decir: una historia en la que Juliano el Apóstata se sale con la suya y nunca hay Edicto de Nicea, y no brota la Iglesia, y ahora seguimos tan felices con nuestro Júpiter y nuestra Venus, en los que no creemos, claro está, pero que no nos molestan y hasta nos vienen bien para impostar los juramentos y robustecer las metáforas; una historia, además, en la que don Rodrigo derrota a los expedicionarios árabes en Guadalete y luego los persigue hasta La Meca, y tampoco hay Islam: una historia en que los judíos han ido olvidándose de sus macabras invenciones, por la cuenta que les trae, y están suavemente integrados en los pueblos de Europa; una historia como Dios no manda).

Acabé utilizando a Hipacia para que un personaje —Adriano Vágulo— de una novela que sí escribí —Él último negro (Alianza, 2005)se la regalara a la protagonista, Ihintza ven Leuven Arrigorriaga. Perdónenme la larga cita, impropia de un librillo de apuntes como este:

«Ihintza mantenía a Adriano en estado de celo, procurando, así —supongo yo—, garantizarse la continuidad de su socorro literario. Tras el moderado éxito de la novela, la gran escritora había recibido tres o cuatro ofertas de colaboración en publicaciones periódicas, y, claro, alguien tenía que repasarle los artículos, cuando no escribírselos directamente. Estaba, además, la cuestión de su próxima novela, porque no era ella de las que se duermen en los laureles —y menos siendo tan poco mullidos, los suyos— y se consideraba en la ineludible obligación de salir casi en seguida con un nuevo libro. Tenía ya elegido el tema y rigurosamente previstos los factores técnicos. Iba a escribir una novela sobre Hipacia, la matemática y filósofa neoplatónica —joven, bella, inteligentísima, paganísima— que presidió la escuela de Alejandría en un momento del siglo IV; a quien descuartizó una muchedumbre de monjes cristianos (acusándola, sobre todo, de estar liada con Orestes, prefecto de Roma, aunque ya comprenden ustedes que los verdaderos motivos eran muy otros, dada la condición pagana de la ilustre señora y el fanatismo religioso que los cristianos podían permitirse en aquella época, y en otras muchas, como quien dice hasta ayer por la mañana, y crucemos los dedos). “Resérvate el derecho a pensar”, dicen que le aconsejaba a Hipacia su padre, el no menos filósofo Teón, “porque incluso pensar erróneamente es mejor que no pensar en absoluto”. Y diz que ella decía : “Las fábulas han de enseñarse como tales fábulas, los mitos como tales mitos y los milagros como fantasías poéticas. Enseñar las supersticiones dándolas por verdad es un acto terrible. La mente del niño las acepta, y cree en ellas, y luego tendrá que invertir largos y penosos años, pasando quizá por momentos trágicos, para desembarazarse de ellas. De hecho, los hombres estarán tan dispuestos a luchar por la superstición como por una verdad viviente —más dispuestos incluso, a veces, porque la superstición es algo intangible, que no puede rebatirse, y la verdad, en cambio, siendo un punto de vista, puede cambiar”. Y : “Tener, para gobernar, aherrojadas las mentes de los ciudadanos, imbuyéndoles el miedo al castigo en el otro mundo, es tan miserable como gobernar por la fuerza”. Figúrense lo que pudo ocurrir:

A la mañana siguiente, cuando apareció Hipacia delante de su residencia, en carruaje, surgieron de súbito quinientos hombres, todos ellos de negro, encapuchados; quinientos monjes famélicos de las arenas del desierto egipcio; quinientos monjes, soldados de la cruz, como negro huracán, se lanzaron calle abajo, abordaron el carruaje y, arrancándola de su asiento, arrastraron a Hipacia por los cabellos hasta —¿diré la palabra?—, ¡hasta una iglesia! Ciertos historiadores nos dan a entender que los monjes le exigieron que besara la cruz, se hiciera cristiana y se recluyese en un convento, si deseaba salvar la vida. Comoquiera que fuese, el hecho es que estos monjes, acaudillados por san Cirilo, manderecha de Pedro el Lector, vergonzosamente la desnudaron y allí mismo, junto al altar, fueron arrancándole de los huesos la estremecida carne, utilizando conchas de ostra por herramienta. El mármol del suelo se cubrió de manchas de sangre caliente, que también alcanzaron el altar y la cruz, por la violencia con que le arrancaron los miembros. […] El cuerpo mutilado en el que los homicidas acababan de festejar su odio fue luego arrojado a las llamas.

The Martyrdom of Hypatia (or The Death of the Classical World), by Mangasar Magurditch Mangasarian. A speech given before the Independent Religious Society at the Majestic Theater in Chicago. (Traducción de Adriano Vágulo.)

Adriano llevaba años midiéndose las fuerzas literarias, a ver si le crecían lo suficiente como para embarcarse en semejante tema, tan enramado, tan propenso al odio o a su expresión más brutal por parte del escritor, tan rico en posibles meditaciones sobre la condición de la mujer y su bestial rebaja por acción de la misoginia cristiana, tan fácil de convertir, además, en una apasionada crónica de amor con las irisaciones de color corazón imprescindibles en casi todo libro que busque vender más de 1.200 ejemplares. Pero… Una amiga suya se lo dijo una tarde : «A ti lo que te pasa es que tienes una sobredosis de Ihintza van Leuven». Era cierto. Le regaló a Ihintza toda la bibliografía y todas las referencias sobre Hipacia que tanto esfuerzo le había costado reunir. Le regaló el tema. Le confirmó, incluso, que seguiría ayudándola, que también apoyaría desde muy cerca la redacción de su segunda novela.

Ella aceptó con su habitual encanto, expresando el más sincero y casi lacrimoso agradecimiento, con el blanco de los ojos enrojecido de emoción y el amarillo mágico del iris más flamígero y más denso que nunca antes…»

Lo dicho: un personaje con el que no habría podido, con el que nadie ha podido hasta ahora, que yo sepa. Tampoco Amenábar, con esa Hipacia monjuna y casta que ha considerado imprescindible para justificar su defensa de la ciencia. La idea es de una necedad casi eclesiástica: vine a decirnos que si nos echamos al sexo ya no seremos hombres racionales y científicos, sino brutos religiosos colgados del pecado original. Venga allá, señor mío.

*Escribo Hipacia, y no Hypatia, como hace Amenábar, porque así se ha transliterado siempre al español su nombre (véase, por ejemplo, Octavio Paz).

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