lunes, 19 de octubre de 2009

Materia

Traduzco entera la entrada MATIÈRE del Libro Gordo del Gabacho:

El arte es una producción del espíritu humano. ¿Hay algo que no lo sea? Un sillón es una producción del espíritu humano, porque ha sido concebido en la imaginación antes que por la mano. Un homicidio es una producción del espíritu humano. (Un nacimiento, menos, ya que es consecuencia del acto menos pensado que existe.) ¿Quién va a estar en contra del espíritu? Pero el caso es que puede ser asqueroso, el espíritu. Él concibió la shoah, el gulag, el sadomasoquismo (la sexualidad incuba tesoros de cerebralidad). En cuanto a la materia, la pobre materia abucheada por su vulgaridad, se las apaña para mantener la vida. Por otra parte, el aberrante orgullo del espíritu y sus asquerosos chapoteos en el lodo de la imaginación impiden que la materia se estanque. El arte es una producción del espíritu que se convierte en materia. Así, claro está, la escultura. Un poema, una novela, un ensayo, tampoco dejan de ser una modalidad de materia. Una vez completada, la obra literaria se cierra, se hace dura, inmutable, y, en tal sentido, material: material inmaterial. Por no decir que un libro es un objeto muy tangible, con su papel y su cubierta. De ahí que, según no pocos escritores, un libro no exista realmente mientras no está impreso. El talento está en un manuscrito de Baudelaire, pero es porque Baudelaire espera verlo impreso. Es menester que el pensamiento literario quede fijado por la impresión para que pueda comunicarse. No es tanto cuestión de difusión ni de perennidad como de existencia. La impresión es el último estadio de la creación. Homero no llegó a ser un gran poeta mientras no estuvo impreso, siglos después de su muerte. Hasta entonces, sus cantos se recitaban en público, y no se le respetaba más que a cualquier animador de giras playeras de la Radio Televisión de Luxemburgo.

Al contrario de las prácticas materialistas, que son muy ideales, el arte, práctica espiritual, se hace materia. Esta materia, este pensamiento capturado, inerte, no por ello es menos espiritual. Encerrada en un libro, pongamos, como Cenicienta, basta que un lector la mire para que se ponga de nuevo a emitir pensamiento. Bien se observa en las naturalezas muertas de Morandi que la materia se reconvierte en espíritu cuando la miran. Gracias a los espectadores reflexivos, como lo fue antes gracias al pintor.

Suponiendo que Dantzig tenga razón (y creo que sí, que alguna tiene), ¿cómo vamos a hacer para adaptarnos a la novedad que en este campo nos supone el libro electrónico o, por no llamarlo de un modo restrictivo, el libro sin soporte físico y, por tanto, sin impresión? Hasta ahora, en efecto, solo existen las obras impresas. El inédito, aunque lo lean cientos de personas, es obra en potencia, obra que puede ser obra, pero no lo es. Su inexistencia, sin embargo, quizá no se deba a lo que afirma Dantzig, a la falta de impresión, sino al hecho de no ser elegible, de no estar a disposición del lector. La edición sin soporte físico pondrá al alcance del lector, sin dependencia de la imprenta, millones de libros que ya estaban escritos, pero que nadie o casi nadie podía leer. El formato es lo de menos. Los textos del Proyecto Gutenberg llevan años colgados en internet, pero casi todos ellos disponen de edición impresa. Muchos de los textos nuevos, en cambio, pasarán directamente a un formato electrónico sin base física, cuya concreción (en una pantalla, no en papel) depende del lector. (Quedará claro, supongo, que no estoy hablando de la simple oferta en su modalidad electrónica de un libro ya impreso: eso es una pura cuestión de márquetin, quizá de gran impacto cultural, pero que no implica revolución alguna. Me refiero a la creciente cantidad de textos que ya no pueden imprimirse, porque los umbrales de rentabilidad de las editores son cada vez más altos. En este momento —hoy— pocos de los grandes y aclamadísimos autores de la literatura moderna recibirían el níhil obstat financiero de las empresas que publican libros. Joyce no encontraría editor para su Ulises (no digamos para su Finnegans Wake) . Proust tendría que reconvertir su tiempo perdido en una fábrica de magdalenas y picatostes. Cortázar habría muerto tan joven como inédito. Etcétera. Casi todos los grandes autores tienen una circunstancia en común: sus libros no son éxitos previsibles y tardan años en arrancar, en dar dinero. Este largo plazo, hoy, se considera inadmisible, porque el capital quiere réditos inmediatos. Luego, los costes estructurales de las editoriales han subido de tal modo, que casi ninguna de las grandes puede publicar ningún título cuya venta previsible baje de los cinco o seis mil ejemplares: cantidad que en España, salvo raras sorpresas, no está al alcance de ningún libro literario. Créanme: hay muchos escritores conocidos, prestigiosos, bien valorados por la crítica, incluso con premios en el currículo, que no encuentran editor para su última obra, porque no se les supone suficiente capacidad de venta. Algunas de las gruesas editoriales —pocas— cubren un cupo de «buena literatura», pero no suele pasar de dos o tres obras al año. Lo demás… Lo demás queda al arbitrio de las editoriales menos grandes, las que se pueden permitir tiradas de dos mil ejemplares o menos, porque no padecen de unos gastos estructurales tan tremendos ni necesitan invertir tantísimo en publicidad y promoción, porque suelen tener una cohorte de lectores que confían en ellas (ejemplo indiscutible: Anagrama). Pero, claro, estas editoriales no pueden publicar demasiados libros al año, y buena parte de lo que producen los escritores de lengua española se queda en el limbo de la inedición. Los repositorios virtuales anularán esta pésima pesadilla.

Limbo al que pasan muy rápidamente, además, por otra parte, las obras ya publicadas. Para explica este lado del problema, quizá el más grave, no me hace falta buscar ejemplos fuera de casa: mi novela El año que viene en Tánger vendió en 1998 cerca de 20.000 ejemplares (una cantidad enorme, para semejante libro) en tres ediciones. Desde dentro de Mondadori, Debate no ha considerado oportuno reeditarla, sin embargo, ni siquiera en formato de Bolsillo, y ahora mismo es una obra inexistente, que solo puede encontrarse en librerías de viejo, a precio casi siempre muy alto. Lo mismo ocurre, por supuesto, con otros dos libros míos de menor éxito: El corazón antiguo, La memoria de los peces, ambos descatalogados. De mi obra narrativa, solo sigue en catálogo El  último negro, que data del ya lejano año de 2005 pero que, quizá por ser Premio Quiñones, Alianza mantiene viva… En cuanto a la poesía, tres cuartos de lo mismo. Siguen vivos los títulos publicados en Hiperión (aunque no se distribuyen, lógicamente, porque ninguna librería los pide), pero han muerto de muerte rápida tanto Eres (Premio Miguel Labordeta, Plaza & Janés, 1989) como mi libro favorito, Teoría de la sorpresa (Ediciones Libertarias, 1992).

Todos estos cadáveres míos —junto con otros muchísimos, obra de cientos o miles de escritores que se hallan en la misma situación— podrían recuperar presencia en los repositorios de libros virtuales. En este aspecto sí que cabe hablar de revolución, pero semejante disponibilidad de lo no rentable no se había producido antes en la historia de la literatura (o solo se había producido, casi ejemplar por ejemplar, en las bibliotecas).

Y, como habrá percibido el astuto lector, ni siquiera rozo aquí otros problemas secundarios y hermosos de resolver: de organización, de acceso, de clasificación, de orientación, incluso de promoción (porque de nada vale tener un libro colgado en la Red si nadie se entera). Es labor para los años venideros.

Mientras, lo único que podemos hacer lo más viejos es alborozarnos ante esta paradójica posibilidad de que lo inmaterial adquiera materia en lo virtual, para darle gusto a Monsieur Dantzig. Y anunciar la inminencia, como profetas dichosos y contentos.

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