viernes, 2 de octubre de 2009

Obras, obras, por todas partes

Llevaba meses sin bajar por Madrid, por el puro gusto de evitarlo, pero ayer habíamos quedado a las seis de la tarde con Rachel Arieff, en el café Gijón. Primero, de camino, me sorprendieron los arbolitos que ahora adornan la calle Almirante —que no pierde sus tiendas pijas, contra la crisis—; luego me deprimieron las obras de Recoletos, agresivas, peligrosas, anticiudadanas, estúpidas (¿qué diablos están haciendo ahora?). Hay que entrar en el Gijón por un tablón tendido sobre la zanja.

Ojalá se quede este imbécil con un palmo de narices, ojalá vayan las olimpiadas del 16 a cualquier sitio que no sea Madrid, ojalá todo este despilfarro, toda esta agresión permanente a los madrileños haya sido completamente inútil, para mayor escarnio de su infantiloide promotor. Ojalá.

Del encuentro con Rachel, tan grato, hablaré más tarde, cuando Angelika me pase las fotos.

(Siguen las obras, también en casa. Un horror. Toda la planta baja levantada; solo mi cuarto de trabajo resiste, sitiado, repleto, en la planta alta: aquí no entra nadie, pero el ruido no deja ni tramar dos pensamientos seguidos.)

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